domingo, 16 de septiembre de 2012

El último vuelo del Fénix: Kyashar III

Fénix II- Por Kyashar


Más de cien soldados armados.

¿Es que no veían que eran demasiados? Los suficientes para estorbarse unos a otros en un espacio tan reducido como lo era la Aguja del Sol. Con toda seguridad no sabrían ni a quién atacar cuando el escudo se rompiera.


La veintena de magisters no era mucho mejor. Estos también se confundían, pero con palabras. Cada uno creía tener un plan infalible y rechazaban las ideas de los demás como si fueran moscas que revoloteaban a su alrededor. Nadie dijo que colaborar en tiempos de crisis fuera lo adecuado en Quel'thalas, aún cuando la vida del Regente corría peligro.


Finalmente, el grupo de renegados, trols, orcos y sin'doreis.

¿Qué decir? Como ir al bazar y comprar prendas de diferentes colores que luego intentarías conjuntar en el calor de tu hogar. La única diferencia es que no se reían de ti si formabas parte del llamado Consejo de Crisis.


Escaparon, como no. Conjurar un escudo antimagia para evitar portales de huída está anticuado.
Y todo el mundo sabe que la energía abisagón no es volátil.
Por no hablar de que perseguir y asegurar de la seguridad del Regente es un tema muy sobrevalorado.
No os preocupéis, dijeron. Los encontraremos, en Tierras de la Peste.

Kyashar sonrió mientras despejaban la Aguja.
Habían escapado.
Como no.


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El Gran Magíster Sadrael tenía varios defectos, pero la soberbia no era uno de ellos. Tras siglos sirviendo al Reino había convertido su altanería en una virtud con la que ayudarse a conseguir sus objetivos, por nimios que fueran: si le apetecía disfrutar de huevos de basilisco con especias, sabría que tendría un plato preparado en unos pocos minutos. De igual manera, si quería destruir una orden de lo que siempre creyó insurrectos de la paz que gozaba, la destruía. Por diversión.


Opulencia era la palabra que se le venía a la mente a cada ciudadano cuando contemplaba la mansión que pertenecía al Magister, a las orillas del mar del Norte. No había ningún tipo de muro que marcara los límites de la propiedad, pero no era necesario: uno no obtiene poder y riquezas si luego no puede mostrarse al mundo exterior. Y eso era lo que hacía, enseñar al pueblo quién era.

Dos pequeñas torres se elevaban a ambos lados del edificio principal de varias plantas, adornadas con emblemas de color rojizo y dorado que representaban el escudo de Quel'thalas. Otros edificios mucho más pequeños podían verse desperdigados por el resto de la finca. Algunos de ellos eran despachos privados y otros tantos laboratorios de alquimia o estudios para los magisteres tutelados por el propio Sadrael.

Todo muy bonito. Y aburrido, a ojos de la sin'dorei.

Habían pasado casi diez días desde el secuestro de la Aguja y como cada mañana Kyashar debía dirigirse a la mansión del Magister a ocuparse de sus asuntos e informes. La justa recompensa por su ayuda y lealtad hacia el Reino.
Guió sus pasos por el caminito de piedras que conducía a la entrada, saludó a los Guardias llevando la mano derecha a la frente y finalmente abrió la puerta del despacho de Deremyl. El escriba alzó la vista del papiro en el que garabateaba apenas un segundo, volviendo al instante a su labor.

– Cuenta la leyenda que una vez se incendió tu casa –comentó la sin'dorei mientras se sentaba en la silla vacía –. Te encontraron a las pocas horas, tras extinguir el fuego, en tu cuarto, todavía escribiendo. Lo primero que dijiste fue “¿Por qué me molestáis?”.

– Veo que os encontráis de buen humor hoy, agente – fue su lacónica respuesta.

– Como siempre, mi querido Deremyl. ¿Alguna noticia sobre la investigación?

– Continúan los interrogatorios. Hemos capturado a unos pocos insurgentes más y tras registrar sus propiedades pudimos encontrar pruebas de su colaboración con los traidores – el escriba mojó el dedo índice con su lengua y cogió una nueva vitela de la pila de papeles para continuar su tarea –. De nuevo le agradecemos su inestimable ayuda, Gyrael, pero no puedo quedarme felicitándola mucho más tiempo. Su excelencia desea verla cuanto antes.

– Nunca le haría esperar – respondió la elfa levantándose del asiento –. Deberías tomarte un descanso, Deremyl. Haré que te traigan una infusión.

El escriba ni respondió mientras su interlocutora salía por el arco de la puerta.


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El aposento privado del Gran Magister Sadrael estaba situado en lo más alto de una de las torres exteriores. Kyashar ya había estado allí en otras ocasiones, algunas de ellas de manera furtiva a altas horas de la noche. El sin'dorei había entrado en declive tras siglos de vida y trabajo, pero su vigor y pasión todavía seguían latentes. Y quien era ella para decir que no a una excelencia.
Entró sin llamar a la puerta y encontró a Sadrael de espaldas a ella, contemplando el mar tras la cristalera con una copa en la mano. Apenas llevaba un batín de tono blanquecino, ribeteado con bordados de oro y plata.

Ella carraspeó.

– Mi señor. Tenía entendido que me habíais hecho llamar.

– Ah, Gyrael – dijo sin darse la vuelta –. Así es. Ven, acércate. Contempla conmigo las maravillas de Quel'thalas.

La sin'dorei se acercó a él sin apenas hacer ruido con sus pisadas. Se colocó a su lado adoptando una postura formal mientras miraba hacia el exterior. El viento mecía las ramas de los árboles del patio exterior, cada uno con un color de hojas diferente al anterior. El mar conservaba la calma y los rayos de sol bañaban con un resplandor silencioso las numerosas estatuas que adornaban el jardín.

– El propio Belore ilumina y señala aquello que cree bello y merecedor de su gracia – comentó él degustando el contenido de su copa –. Hemos sufrido y perdido demasiado, pero todos esos años de penuria ya han terminado. Me habla en sueños. Aparece ante mi. Me concede visiones de un pueblo unido por fin, los hijos de la sangre, bajo un mismo estandarte, sin odios ni rencores. Mi idea sobre la disolución de esa orden profana queda reafirmada tras la traición cometida contra la Regencia. Era un tumor que rogaba por ser extirpado y así se ha hecho. Han escapado pero el propio Belore sabe que son pocos y débiles y que tarde o temprano acabarán siendo atrapados y ejecutados bajo el auspicio del Sol Eterno. El pueblo todavía desconoce lo realmente ocurrido aquel día, Gyrael. Es mi deber, como pastor, entregarles la verdad e instruir sus débiles mentes para que vean que solo existe un camino, el de la unidad. Hoy hablaré en público en la ciudad con un discurso y por eso te he hecho llamar. Quiero que estés allí conmigo y des testimonio de las atrocidades cometidas por esos bárbaros. Necesitamos que crean y que esto nunca más vuelva a pasar.

La sin'dorei asintió con un discreto cabeceo. Se disponía a hablar cuando surgieron gritos del exterior. Un grupo de diez soldados con tabardos negros y bordados dorados increpaban a los guardias que custodiaban la entrada a la propiedad en una discusión acalorada. Portaban armas y armadura pesada, pero desde lo alto de la torre no llegaba a escucharse con nitidez el motivo de la discusión. El Gran Magister arrugó la nariz con desdén mientras mascullaba.

– Seguro que vienen a pedir. No puedo ser el benefactor de nuestro Reino sin que venga alguien cada día en busca de mis riquezas. Son unos pobres desgraciados que creen que por venir en decenas van a conseguir intimidarme.

– En realidad son ciento veinte, excelencia.

Sadrael alzó una ceja sin darse la vuelta aún.

– ¿Cómo dices?

– Que son ciento veinte, Sadrael.

El frío tacto del acero atravesando su espalda fue como una caricia silenciosa. Apenas hubo dolor ni tiempo a reaccionar, solo sorpresa. Ahogó un grito y cayó de rodillas al suelo de la sala cuando ella retiró la daga con brusquedad de su interior. Intentó darse media vuelta para enfrentarse a ella y la miró con espanto. El batín comenzó a teñirse de rojo a medida que la sangre fluía de la herida mortal mientras Kyashar se limitaba a limpiar la hoja manchada con una cortina, tranquila.

– ¿Por qué? – musitó él intentando ponerse en pie.

La sin'dorei alzó la vista de su daga para mirarlo y sonrió con levedad.

– Esa pregunte tiene múltiples respuestas. Me gusta pensar que por un ideal. Deberías malgastar el poco aire que te queda sintiéndote orgulloso por ser la pieza final de este juego en vez de hablando.

Del exterior comenzaron a llegar los sonidos de armas desenvainando y el choque de espada contra espada. Los gritos se convirtieron pronto en consignas de batalla, al igual que había ocurrido hacía diez días en la masacre de los Santos. La alarma comenzó a extenderse a lo largo de la mansión donde hacía apenas unos segundos reinaba la paz. Sadrael tosió llevando la mano a la boca. Y chilló, con un hilo de voz.

– ¡Eres una zorra traidora!

– Creí que eso ya había quedado claro antes.

La elfa miró tendidamente al moribundo sin perder la sonrisa. Jugueteaba con la daga entre sus manos.

– Belore también me habla a mi en sueños. Me hace recordar el pasado, lo que somos y no debemos perder. Nuestros valores. El fénix, Magíster. Habéis cometido un error muy grave en esta vida mancillando el símbolo de los Caminante del Sol. Habéis olvidado lo que significa – la sin'dorei se acuclilló ante Sadrael, que había comenzado a temblar por la profunda herida y el efecto del veneno –. Es duro que te odien, pero me encanta el dramatismo. Podré soportar no volver a ver a mis compañeros. Podré soportar que nunca sepan la verdad tras todo. Incluso podré soportar que algún día me maten. Éste no es el último vuelo del fénix, Sadrael. El fénix siempre renace, aunque sea a través del odio.

– No sois... nada. Estáis acabados. Habrá justicia. Atraparemos a cada uno de vosotros y...
Kyashar chasqueó la lengua sin dejarle acabar la frase.

– Todavía no lo has entendido.

La asesina llevó la mano a su daga, cogiéndola por el mango de la misma con dos dedos y sosteniéndola ante los ojos del magister.

– ¿Lo entiendes ya? – sonrió y luego fingió un suspiro ante la falta de respuesta –. Factura
Arúspice. Veneno Arúspice. Una asesina Arúspice. Soldados Arúspice invadiendo tu propiedad. Ah, sí, esa mirada. Tu idea de unidad sin'dorei es una mentira. Agradezco que lo hayas entendido al final – dijo llevando una mano cerrada al corazón y saludando de la única forma que sabía –. Raza, patria y fidelidad, magister.

Tumbado en el suelo, mientras las luces a su alrededor se apagaban y su corazón dejaba de latir, el Gran Magister Sadrael pudo ver como la sin'dorei abandonaba la sala con paso decidido.
Cerró los ojos para morir pero sus oídos captaron las palabras de Kyashar gritando.

Ahora entendía todo.


Gloria a Voren'thal. Gloria para los Arúspices

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