sábado, 8 de septiembre de 2012

El último vuelo del Fénix: Ava'niel Bel'anare


Diez: Por Tejesol


La noche en Lunargenta era tranquila, una de tantas para el Magíster Ado’ann, que como tantas otras veladas se encontraba repasando sus estudios sobre astromagia. Una sirvienta se presentó con la cabeza agachada en su estancia.

— ¿Sí? — El magíster no alzó la mirada de su pergamino, sujetándose la frente con una mano por el cansancio que suponía absorber en cuestión de un mes lo que los magísteres de Kael tuvieron años para aprender en las instalaciones del Ojo.

—La Magíster Bel’anare desea veros. Dice que es urgente, mi señor. — La sirvienta hizo una reverencia y se retiró cuando Ado’ann ordenó que la hicieran pasar.

La figura de la astromante se alzaba orgullosa e imponente frente a él. Al magíster siempre le había infundido respeto aquella mujer. Su cojera y su aspecto demacrado y frágil eran solo un engaño. En las demostraciones prácticas de conjuración había visto con sus propios ojos como rasgaba el tejido de realidad para invocar hechizos con los que él solo había soñado. 

—Magíster Bel’anare. — El hombre se puso en pie y se dirigió hacia ella, haciendo una reverencia al llegar. La miró a los ojos al alzarse y se percató de una mirada que nunca había visto en ella. A pesar de su pasión por la magia, nunca les había enseñado como si fuesen sus alumnos. Él no era ningún estúpido, al fin y al cabo había sido elegido para ser uno de sus diez aprendices. Sabía que en el fondo, tras capas de protocolos y buenos modales, la astromaga despreciaba con cada pizca de su ser tener que compartir los conocimientos que poseía con aquellos que habían matado a su príncipe. Por un momento pensó que aquello había cambiado y la mujer había encontrado algo en él que le hacía un alumno digno de aquél conocimiento. Sonrió levemente ante la idea.

—Ado’ann. — Empezó a decir, mientras caminaba apoyada sobre su bastón hasta la ventana que daba las calles cercanas a la Corte del Sol. — Siempre has sido mi alumno favorito entre toda ese hatajo de traidores que se hacen llamar magísteres.

—Maestra… No creo que debiera llamarles así. Sé que tenéis diferencias…

— ¿Diferencias? — Le cortó la astromaga, alzando la voz. Él creyó que el cristal a través del que observaba la calle estallaría. — Un Lince y un Trol son diferentes. A ellos y a mí nos separa un mundo. 

—Disculpe, no era mi intención ofenderla. — Se apresuró a rectificar el joven mago. Ella suspiró, de algún modo arrepentida por su arrebato.

—Lo sé. Acércate, tengo algo que decirte. — Le miró de reojo, sonriendo de medio lado. Él asintió y se acercó, cauteloso y curioso en cantidades idénticas.

—Os he hablado ya de las dos grandes mentes de la Astromagia. Capernian y Solarian. Pero no sobre mi relación con ellas. Yo pasé mucho tiempo asistiendo a las enseñanzas de Solarian, aprendiendo de sus estudios del vacío. 

La miró con extrañeza, preguntándose a dónde quería llegar y escuchó en silencio. Tras haber presenciado sus lecciones sabía que interrumpirla era muy mala idea. 

— ¿Sabes cuál es el mayor problema de mirar hacia el vacío? — Preguntó ella, alzando la vista al cielo.

—No, Maestra. ¿Cuál?

—Que te devuelve la mirada. —El tono de la Magíster inquietó al aprendiz, pero siguió escuchando. — La astromagia es un arte tan poderoso como volátil, y solo unos pocos pueden y merecen poseerlo. La regencia no lo comprende y ha colocado a diez magísteres bajo mi tutelaje, que a su vez tendrán a saber cuántos intentos de magos ignorantes sobre lo que un día fue su glorioso Reino.

—Es cierto que soy incapaz de comprender hasta qué punto fue dolorosa su pérdida, yo solo estuve aquí e hice lo que consideré apropiado para el pueblo dentro de mi alcance. No conocí la guerra. 

Ava’niel sonrió con un ápice de tristeza. Él la observó y comprendió que estaba en peligro. Su cuerpo se tensó y sus labios se prepararon para conjurar.

—Para bien o para mal, ojalá la hubieses conocido. — Las palabras de la Astromaga helaron la sangre del magíster. Aunque detectó la tristeza con la que las había pronunciado, no pudo evitar sentir como un ataque de rabia súbita se apoderaba de él. Su instinto de supervivencia gritaba que atacase antes de que fuese demasiado tarde, pero la mezcla de respeto, temor e incertidumbre sobre los acontecimientos que iban a suceder, se lo impidió.

Sin tiempo para reaccionar sobre lo ocurrido, la magíster alzó su mano izquierda, envuelta de repente en algo que jamás había visto. No era negro, ni azul ni violeta, sencillamente, su mano absorbía la luz. Sintió como perdía el equilibrio y empezó a levitar. Toda la estancia perdió la gravedad. Intentó conjurar pero los labios de Ava’niel se movían con presteza, inhabilitando sus hechizos. 

— ¿Por qué? — Alcanzó a gritar, iracundo por no conocer la situación.

—Eres mi alumno favorito. No debo flaquear, Ado’ann. Tu muerte alimentará mi odio hacia los demás, y solo así podré cumplir mi objetivo. — Las palabras de la astromaga iban cargadas de tristeza así como de una convicción llameante. 

—Que los mil Soles te guíen en el más allá, joven. — La mujer golpeó con su bastón en el suelo y una oleada de energía oscura recorrió el cuerpo del muchacho, haciendo que se desvaneciese partícula a partícula en una humareda negra. 

Volvió sobre sus pasos, observando el lugar donde hacía escasos segundos se encontraba el muchacho suspendido en el aire. Cerró los ojos durante unos instantes, aferrándose a su amuleto. Cuando los abrió, un destello ámbar refulgía sobre ellos, como una neblina de ardor espiritual.
La habitación siguió retorciéndose, encontrando nuevos puntos de gravedad más y más pesados a medida que pasaba el tiempo, las paredes se doblaban sobre sí mismas y se resquebrajaban, los muebles se partían en el aire, cada parte buscando su forma de alcanzar ese nuevo punto que tiraba de ellos. Al abrir la puerta de la estancia, Ava’niel volvió a golpear su bastón contra el suelo, haciendo que la sirviente que esperaba fuera se desintegrase en otra humareda de color ónice. 

A medida que la Astromaga caminaba hacia la salida, el pozo de gravedad la seguía, tirando de todo lo que la rodeaba en la casa y dejando no más que un caos de enseres personales destrozados y vigas que escapaban de las paredes, crujiendo y rompiéndose al alcanzar la gravedad. Cuando alcanzó la puerta, miró de nuevo hacia atrás. Apretó la mandíbula y se encorvó, aferrándose a su bastón.

—Selama ashal’anore. — Sentenció, mientras el pozo devoraba todo lo que daba vida a aquél hogar.
Una runa de color azulado apareció bajo ella y su cuerpo se desmaterializó del lugar del asesinato, dejando atrás una burla de lo que fue la casa, una estancia en ruinas de tapicerías arrancadas, paredes combadas y cristaleras rotas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario