Diez: Por Tejesol
La noche en Lunargenta era
tranquila, una de tantas para el Magíster Ado’ann, que como tantas otras
veladas se encontraba repasando sus estudios sobre astromagia. Una sirvienta se
presentó con la cabeza agachada en su estancia.
— ¿Sí? — El magíster no alzó la
mirada de su pergamino, sujetándose la frente con una mano por el cansancio que
suponía absorber en cuestión de un mes lo que los magísteres de Kael tuvieron
años para aprender en las instalaciones del Ojo.
—La Magíster Bel’anare
desea veros. Dice que es urgente, mi señor. — La sirvienta hizo una reverencia
y se retiró cuando Ado’ann ordenó que la hicieran pasar.
La figura de la astromante se
alzaba orgullosa e imponente frente a él. Al magíster siempre le había
infundido respeto aquella mujer. Su cojera y su aspecto demacrado y frágil eran
solo un engaño. En las demostraciones prácticas de conjuración había visto con
sus propios ojos como rasgaba el tejido de realidad para invocar hechizos con
los que él solo había soñado.
—Magíster Bel’anare. — El
hombre se puso en pie y se dirigió hacia ella, haciendo una reverencia al
llegar. La miró a los ojos al alzarse y se percató de una mirada que nunca
había visto en ella. A pesar de su pasión por la magia, nunca les había
enseñado como si fuesen sus alumnos. Él no era ningún estúpido, al fin y al
cabo había sido elegido para ser uno de sus diez aprendices. Sabía que en el
fondo, tras capas de protocolos y buenos modales, la astromaga despreciaba con
cada pizca de su ser tener que compartir los conocimientos que poseía con
aquellos que habían matado a su príncipe. Por un momento pensó que aquello
había cambiado y la mujer había encontrado algo en él que le hacía un alumno
digno de aquél conocimiento. Sonrió levemente ante la idea.
—Ado’ann. — Empezó a decir,
mientras caminaba apoyada sobre su bastón hasta la ventana que daba las calles
cercanas a la Corte
del Sol. — Siempre has sido mi alumno favorito entre toda ese hatajo de
traidores que se hacen llamar magísteres.
—Maestra… No creo que debiera
llamarles así. Sé que tenéis diferencias…
— ¿Diferencias? — Le cortó la
astromaga, alzando la voz. Él creyó que el cristal a través del que observaba
la calle estallaría. — Un Lince y un Trol son diferentes. A ellos y a mí nos
separa un mundo.
—Disculpe, no era mi intención
ofenderla. — Se apresuró a rectificar el joven mago. Ella suspiró, de algún
modo arrepentida por su arrebato.
—Lo sé. Acércate, tengo algo
que decirte. — Le miró de reojo, sonriendo de medio lado. Él asintió y se
acercó, cauteloso y curioso en cantidades idénticas.
—Os he hablado ya de las dos
grandes mentes de la
Astromagia. Capernian y Solarian. Pero no sobre mi relación
con ellas. Yo pasé mucho tiempo asistiendo a las enseñanzas de Solarian,
aprendiendo de sus estudios del vacío.
La miró con extrañeza,
preguntándose a dónde quería llegar y escuchó en silencio. Tras haber
presenciado sus lecciones sabía que interrumpirla era muy mala idea.
— ¿Sabes cuál es el mayor
problema de mirar hacia el vacío? — Preguntó ella, alzando la vista al cielo.
—No, Maestra. ¿Cuál?
—Que te devuelve la mirada. —El
tono de la Magíster
inquietó al aprendiz, pero siguió escuchando. — La astromagia es un arte tan
poderoso como volátil, y solo unos pocos pueden y merecen poseerlo. La regencia
no lo comprende y ha colocado a diez magísteres bajo mi tutelaje, que a su vez
tendrán a saber cuántos intentos de magos ignorantes sobre lo que un día fue su
glorioso Reino.
—Es cierto que soy incapaz de
comprender hasta qué punto fue dolorosa su pérdida, yo solo estuve aquí e hice
lo que consideré apropiado para el pueblo dentro de mi alcance. No conocí la
guerra.
Ava’niel sonrió con un ápice de
tristeza. Él la observó y comprendió que estaba en peligro. Su cuerpo se tensó
y sus labios se prepararon para conjurar.
—Para bien o para mal, ojalá la
hubieses conocido. — Las palabras de la Astromaga helaron la sangre del magíster. Aunque
detectó la tristeza con la que las había pronunciado, no pudo evitar sentir
como un ataque de rabia súbita se apoderaba de él. Su instinto de supervivencia
gritaba que atacase antes de que fuese demasiado tarde, pero la mezcla de
respeto, temor e incertidumbre sobre los acontecimientos que iban a suceder, se
lo impidió.
Sin tiempo para reaccionar
sobre lo ocurrido, la magíster alzó su mano izquierda, envuelta de repente en
algo que jamás había visto. No era negro, ni azul ni violeta, sencillamente, su
mano absorbía la luz. Sintió como perdía el equilibrio y empezó a levitar. Toda
la estancia perdió la gravedad. Intentó conjurar pero los labios de Ava’niel se
movían con presteza, inhabilitando sus hechizos.
— ¿Por qué? — Alcanzó a gritar,
iracundo por no conocer la situación.
—Eres mi alumno favorito. No
debo flaquear, Ado’ann. Tu muerte alimentará mi odio hacia los demás, y solo
así podré cumplir mi objetivo. — Las palabras de la astromaga iban cargadas de
tristeza así como de una convicción llameante.
—Que los mil Soles te guíen en
el más allá, joven. — La mujer golpeó con su bastón en el suelo y una oleada de
energía oscura recorrió el cuerpo del muchacho, haciendo que se desvaneciese
partícula a partícula en una humareda negra.
Volvió sobre sus pasos,
observando el lugar donde hacía escasos segundos se encontraba el muchacho
suspendido en el aire. Cerró los ojos durante unos instantes, aferrándose a su
amuleto. Cuando los abrió, un destello ámbar refulgía sobre ellos, como una
neblina de ardor espiritual.
La habitación siguió
retorciéndose, encontrando nuevos puntos de gravedad más y más pesados a medida
que pasaba el tiempo, las paredes se doblaban sobre sí mismas y se
resquebrajaban, los muebles se partían en el aire, cada parte buscando su forma
de alcanzar ese nuevo punto que tiraba de ellos. Al abrir la puerta de la
estancia, Ava’niel volvió a golpear su bastón contra el suelo, haciendo que la
sirviente que esperaba fuera se desintegrase en otra humareda de color ónice.
A medida que la Astromaga caminaba hacia
la salida, el pozo de gravedad la seguía, tirando de todo lo que la rodeaba en
la casa y dejando no más que un caos de enseres personales destrozados y vigas
que escapaban de las paredes, crujiendo y rompiéndose al alcanzar la gravedad.
Cuando alcanzó la puerta, miró de nuevo hacia atrás. Apretó la mandíbula y se
encorvó, aferrándose a su bastón.
—Selama ashal’anore. —
Sentenció, mientras el pozo devoraba todo lo que daba vida a aquél hogar.
Una runa de color azulado
apareció bajo ella y su cuerpo se desmaterializó del lugar del asesinato,
dejando atrás una burla de lo que fue la casa, una estancia en ruinas de
tapicerías arrancadas, paredes combadas y cristaleras rotas.
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