sábado, 8 de septiembre de 2012

El último vuelo del Fénix: El mago misterioso

Skirden cabalgaba con brío, disfrutando de la velocidad. Sus pezuñas hollaban la tierra blanda y negra, y la hierba siempre tierna de Quel’thalas le humedecía de rocío las patas. En ocasiones como esa, cuando su señor aflojaba la férrea tensión de las riendas, Skirden sabía que podía dejarse llevar y  galopar libremente. En aquellos momentos, su señor dejaba de ser el amo severo y dominante y se convertía en un agradable aliado que no le clavaba las espuelas ni le forzaba a asumir ningún ritmo distinto al que su naturaleza fogosa le dictase. Aquellas cabalgadas libres y salvajes forjaban entre ambos un extraño vínculo que Skirden sabía reconocer.

Él era un corcel de batalla, grande, musculoso y un poco temperamental que no se asustaba de la plaga, de los demonios, ni siquiera del fuego. Había destrozado esqueletos reanimados con sus patas, había atravesado columnas de llamas, chamuscándose las crines, había cargado contra demonios. Y tras todas aquellas hazañas, había sido apartado, relegado, desechado como un viejo inútil. Su señor le había rescatado de un destino lamentable para un caballo de guerra thalassiano, como arar los campos de algún terrateniente de Páramos de Poniente, y aunque Skirden no podía comprender esto de forma racional, sentía una gratitud instintiva hacia aquel elfo con un ojo tapado que le había vuelto a llevar al combate y a los procederes que conocía bien, para los que había sido entrenado toda su vida.

Llegaron a un arroyo y el corcel se detuvo para beber. Estaba sediento. Su señor se bajó de su lomo y el traje de hierro que llevaba entrechocó cuando apoyó los pies en el suelo. Le palmeó el cuello mientras bebía y le dijo algo al oído. Skirden captó el tono grave y suave de su voz y supo que algo preocupaba a su señor.  Le miró y le empujó la mejilla con el morro. Su amo no se lo tomó muy bien, aparentemente, pero volvió a acariciarle el cuello.

A pocos metros de donde ambos se encontraban, hizo su aparición una segunda figura. Skirden miró al elfo. Era alto y vestía de rojo y morado. Llevaba el rostro cubierto por una caperuza de combate que le tapaba las facciones y también el cabello, pero sus ojos verdes resplandecían intensamente. Caminaba apoyándose en un báculo. Skirden abrió los ollares y resopló; el desconocido desprendía un fuerte olor a magia.

-No deberíais estar aquí-dijo su amo, dirigiéndose a la figura-. Podrían vernos.

-Admiro vuestra desenvoltura, milord. Sois muy osado al decirme lo que debería o no debería hacer.

El elfo embozado dijo esto sin hacer el menor gesto de altivez, con un tono natural y casi cariñoso, como si se dirigiera a un joven disoluto.  Su amo no pareció tomarse esto a mal, por el contrario, inclinó levemente la cabeza.

-Disculpadme. Selama ashal’anore. No esperaba veros.

-Lo sé.

Ambos se miraron en silencio durante un rato. El elfo del báculo paseó la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si quisiera contemplar el paisaje. A Skirden, sin embargo, aquel gesto le recordaba al de algunos felinos de los bosques cuando comprueban que no hay olores extraños en su territorio. Sacudió la cabeza y relinchó, inclinándose de nuevo para beber agua mientras su amo y el extraño hablaban.

-La situación se está complicando-dijo el extraño-. Esos Santos o como quiera que se hagan llamar causarán un problema diplomático con Entrañas si siguen matando Renegados.

-¿No lo han causado aún?

-No que yo sepa. Parece que los sirvientes de la Reina Alma en Pena están demasiado ocupados en poner veneno para perros alrededor de la Muralla de Cringris.

-Supongo que eso nos conviene.

-Tarde o temprano se sabrá. Espero que estéis totalmente desvinculados de esa gente.
Skirden resopló. Su amo le dio un par de palmaditas en el cuello y elevó el labio superior en una mueca de desprecio, gruñendo un poco.

-Nacámbar se les unió. He cortado todos los hilos que nos unen a él y los diplomáticos trabajan para que quede claro nuestro posicionamiento al respecto.

El hombre embozado asintió lentamente y miró alrededor de nuevo.

-Las reivinidicaciones de los Santos son útiles por el momento, pero si su poder crece demasiado, llegarían a ser un problema. Puede que se les unan otros.

-Puede.

-La servidumbre a la Horda empieza a demostrarse excesiva. Al menos a ojos de cualquiera  que no se pase el día fumando maná y se interese un mínimo por su patria. Antes o después, habrá disturbios en Quel’thalas. Solo estamos posponiendo lo inevitable. – El elfo embozado suspiró, de pronto parecía cansado. –El decreto sobre la absorción de las milicias por parte del Ejército Thalassiano se aprobará hoy. ¿Habéis tomado alguna decisión al respecto?

Skirden percibió al instante la súbita tensión de su amo. Era la misma que le asaltaba cuando se encontraban con imprevistos en el combate, entonces le clavaba los muslos y le hincaba las espuelas casi sin querer. Skirden no necesitaba, no obstante, esas señales físicas para captar su estado de ánimo.

-Esperaba alguna orden de mis superiores.

-Dudo que vuestros superiores puedan pronunciarse de forma oficial sin poner en tela de juicio sus lealtades, milord-replicó el elfo embozado, con cierto paternalismo-. Presumo que esta decisión os corresponde sólo a vos.

-En ese caso-repuso el elfo del parche, irguiéndose-recibiréis la respuesta cuando llegue la hora.

-¿No os fiáis de mi?

-Me fío de vos. Pero no voy a responder por las vidas de mis hombres, sólo por la mía.

El elfo embozado se quedó en silencio, observando fijamente a su amo. Skirden percibía la tensión. Después, el mago pareció relajarse de nuevo y sus ojos se tiñeron de nostalgia.

-Sé que no queréis oír esto, milord, pero se supone, y vos lo sabéis tan bien como yo, que eso es lo que hace un líder militar. Responder por las vidas de sus hombres. –Los dedos del elfo del parche se cerraron sobre las crines de Skirden, que pateó un poco el suelo. Empezaba a ponerse nervioso. –Es ese peso el que los hombres como vos deben llevar sobre sí. De entre vuestros soldados, algunos entregaron su vida al reino, otros al Regente, otros a sí mismos y su propia prosperidad. Otros os entregaron sus vidas a vos. Y estos harán lo que decidáis. No romperán filas fácilmente.

El elfo del parche apretó los dientes. El corcel sacudió la cabeza y relinchó, su corazón empezaba a latir deprisa. Cuando su amo apoyó la bota en el estribo y montó casi de un salto, caracoleó, agitado, aguardando la señal.

-Señor, nuestra Orden no servirá a la Horda, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Y si para servir a Quel’thalas tenemos que ir contra la Horda, contra la Regencia o contra todos los malditos ejércitos de Azeroth, así será.

El elfo embozado asintió con la cabeza.

-Espero entonces que no temáis a la muerte.

-Llevo esperando la muerte muchos años. Si eso es lo que esta decisión me depara, al menos no moriré en la vergüenza y la servidumbre a los orcos.

Skirden se levantó sobre dos patas.

-Espero que eso no suceda. Perder tantos buenos soldados... -dijo el elfo embozado, inclinándose a modo de despedida-.  El Reino Legítimo los necesitará. Patria, Raza y Fidelidad, milord.

-Selama ashal’anore, señor.

Skirden sintió el fuego crecer en su interior. No necesitó que su amo le espoleara. Partió al galope y se internó en el bosque, esquivando los altos árboles, saltando sobre los troncos caídos. Saboreaba la angustia, la tensión, ese peso que parecía incalculable sobre los hombros de su amo. Pero a medida que cabalgaba, salvaje y libre, su fuego fue reduciéndolo todo a cenizas hasta que solo quedaron las llamas, la ligereza del galope y aquel vínculo inexplicable de gratitud entre los dos.





---------------------------
Escrito por Aelion



                               

No hay comentarios:

Publicar un comentario