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PRIVILEGIADOS
El amanecer despertó a la ciudad envuelta en una suave bruma. La Aguja Furia del Sol se alzaba como un largo alfiler de oro reflejando la luz del sol naciente y cuando éste comenzó a alzarse, el resplandor ascendió a lo largo de la puntiaguda cúpula, iluminándola por completo. Asemejaba una llama resplandeciente, un único rayo de sol engastado en un báculo de marfil. Más abajo, las calles de la Corte del Sol comenzaban a poblarse de actividad: se extendían los toldos, se aireaban los pendones y los balcones y celosías se abrían mostrando cortinas vaporosas y flores siempre frescas que engalanaban las balaustradas. El zumbido constante de la magia arcana, que parecía sosegarse durante las horas nocturnas, volvía a intensificarse ahora como un murmullo de fondo, similar a una corriente de agua o al silbido de los cristales azotados por el viento.
En el interior de la Aguja, justo en la puerta de la Asamblea, el magíster Maldathar Ilvana bostezaba impúdicamente, aguardando junto a algunos de sus colegas a que diera comienzo la reunión a la que habían sido convocados. Se apartó para ceder el paso a un grupo de emisarios, cubriéndose disimuladamente la nariz con un pañuelo. Fingió una tos. Los trols no eran su raza favorita, pero al menos tenían la decencia de no apestar. No podía decirse lo mismo de algunos orcos y, sobre todo, de los no-muertos. La delegación pasó delante de él con un caminar marcial aunque dispar, sin prestarle la menor atención, para decepción suya. Los seis emisarios vestían el tabardo de la Horda salvo el renegado, que lucía el blasón y colores de la Reina Alma en Pena. Todos parecían llevar bastante prisa.
—Otra vez están aquí esos animales—farfulló una voz malhumorada a su lado, hablando en thalassiano—. ¿Qué quieren ahora?
—No les llaméis animales, magister Finrael—respondió una joven aprendiz, haciendo acto de presencia desde la puerta de la Asamblea—. Son nuestros aliados y tenemos que respetarles. Les debemos mucho.
—Ya—espetó el hechicero, afilando su expresión—. Y seguro que han venido a cobrarlo.
—No seáis cínico—le reprendió la muchacha. Maldathar miró de reojo a sus dos colegas, disimulando una media sonrisa y guardándose el pañuelo bajo los ropajes. La chica le devolvió la mirada y después apartó rápidamente la vista. —Ya podéis pasar, señores.
La joven abrió el otro batiente de la puerta y los magistri entraron en el salón en grupos ordenados y tranquilos.
. . .
La sala de la Asamblea, en la Aguja Furia del Sol no era ni una sombra de la que había sido destruida durante el Azote. Aquella había sido un magnífico salón de altos techos pintados y luminosas cristaleras y esta no era más que una nave circular en la que el espacio, si bien era suficiente, no sobraba. Los libros y pergaminos se apiñaban en los estantes hasta el techo, había cristales mágicos vibrando aquí y allá y un par de banderas. Para cualquier otra civilización, el lugar habría sido lujoso y en cierto modo impresionante, pero a Maldathar y a sus compañeros les sabía a poco. Habían conocido tiempos mejores, tanto la ciudad como ellos mismos. Se colocaron de pie alrededor del círculo interior, marcado por el mosaico de un sol ardiente dibujado en el suelo, y los seis miembros del Consejo Magistri aparecieron al fin, a través de unas cortinas azules que daban acceso a otro pasillo, al fondo de la habitación.
Los grandes magos del reino ocuparon su puesto, en el centro de la sala, y tomaron asiento en sus sitiales. La asamblea comenzó.
. . .
Había acudido con el firme propósito de prestar toda su atención y vencer al sueño, pero las tediosas divagaciones y las evasivas no eran algo que pudiera aguantar durante mucho rato. A pesar de su carácter disoluto en todos los demás aspectos, Maldathar Ilvana siempre había sido muy serio en los asuntos de la magia, por lo que tuvo la decencia de no dormirse. Soportó estoicamente las formalidades, las introducciones, los eternos prólogos de sus camaradas y las discusiones de asuntos cotidianos y poco importantes, sabedor de que no eran más que entremeses, un calentamiento antes del plato fuerte. Éste llegó tras una hora larga de preámbulos.
—Como sabéis, camaradas, la máquina de guerra de la Horda se enfrenta en estos días a incontables batallas—comenzó uno de los consejeros, un elfo de cabello blanco y piel casi translúcida. En su rostro se marcaban los huesos de los pómulos y la nariz, y pese a no tener apenas ninguna arruga, su voz, sus ojos y esa cualidad casi transparente de la piel y los cabellos indicaba su muy larga edad—. Aplastar a la traidora Alianza no es tarea fácil; en diversos frentes, la bota de hierro del Jefe de Guerra nos reclama.
Hubo un leve murmullo de inquietud. El consejero lo aplacó con un único gesto de la mano.
—El Jefe de Guerra necesita más hombres y se ha hecho una petición oficial al ejército thalassiano. Petición a la cual el Reino debe responder por el pacto de lealtad que nos une a nuestros aliados.
Maldathar disimuló una media sonrisa. En su mente, iba sustituyendo cada palabra por las que él creía que se ocultaban detrás. Sospechaba que cuando el magíster decía "petición" quería decir en realidad "chantaje" o "amenaza", y el pacto de lealtad no era otra cosa que la supervivencia del Reino. Y la supervivencia del Reino parecía cada vez más complicada. Garrosh no era Thrall, y Sylvannas parecía ser cada vez más osada. Si los sin'dorei ya habían estado en una posición vulnerable ante sus propios aliados antes del Cataclismo, con el nuevo Jefe de Guerra las cosas no habían hecho mas que empeorar. Para aquellos que deseaban que el Reino volviera a ser independiente y cerrase sus fronteras como antaño, la situación no podía pintar peor. En cuanto a los trabajos de reconstrucción, era imposible volver a levantar una nación como Quel'thalas cuando la población se había visto reducida a una décima parte y las fuerzas élficas se desangraban en guerras lejanas contra la Alianza o combatiendo a lo que algunos daban en llamar "amenazas comunes".
Maldathar nunca había opinado públicamente sobre aquellos temas y su posicionamiento al respecto no estaba muy claro. En aquella ocasión como en tantas otras, escuchó en silencio, con la sonrisa ambigua pintada en el rostro y expresión impenetrable.
—El Reino no puede quedar indefenso ante las amenazas que le cercan, por lo que los magistri debemos hacer un sacrificio por el bien de todos. —El Consejero hizo una pausa. Los elfos guardaron un tenso silencio, esperando escuchar las malas noticias. Finalmente, el elfo anciano volvió a hablar: —Las milicias independientes que nos prestan apoyo para nuestras labores serán anexionadas al Ejército Thalassiano.
La sala volvió a respirar. ¿Eso era todo? No era para tanto, entonces. No les iban a enviar a la guerra, a esas cochiqueras orcas ni a los pestilentes corredores de Entrañas.
—Como parte del mismo, estas milicias quedarán bajo el mando del Regente y el General Forestal—continuó el Consejero—. Con esta operación, el total de soldados del ejército del Reino se ampliará y nuestros líderes tendrán más capacidad de maniobra a la hora de distribuir tropas tanto dentro como fuera de éste. Y nosotros mantendremos nuestra posición y nuestra dedicación a las labores de Quel'thalas, salvo los casos excepcionales que sean reclamados fuera de las fronteras para apoyar en la guerra contra la Alianza: magos de batalla o investigadores avezados.
La reunión se prolongó durante largo rato aún, explicando las labores y funciones extra que iban a tener que acometer los magos del Reino. El trabajo debía ser distribuido y no todo en la guerra consistía en tipos con espadas: había suministros de cristales que disponer para alimentar de magia a las tropas alejadas del Reino, tecnologías que desarrollar y preparativos que hacer. Maldathar prestaba atención y al mismo tiempo, meditaba sobre lo que acababa de oír.
Horas más tarde, cuando las puertas de la asamblea se abrieron de nuevo, el sol ya se había elevado hasta su cénit y la ciudad hervía de actividad. Los magistri abandonaron la Aguja sobre la alfombra roja, caminando con pasos lentos y altivos como era su costumbre. Al fin y al cabo, eran unos privilegiados.
Maldathar Ilvana se acercó a los establos y recogió al zancudo blanco, que aguardaba con aspecto malhumorado. Le dio una palmadita en la cabeza antes de montar.
—Vámonos, Regente. —Agarró las riendas y se colocó la boquilla de cristal tallado entre los dientes, exhalando una nube de humo azul. El zancudo graznó y se sacudió un poco. —Y ahorra energías. En lo sucesivo vamos a estar muy ocupados.
...
Fin
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